Gustavo Salmerón aceptó el puesto de oficinista con los ojos cerrados y sin saber muy bien dónde se metía porque a pesar de todo parecía un buen trabajo. Firmó el contrato a vuelta de correo y sin más embarcó a toda la familia en su enésimo proyecto de futuro.
Esta vez ni siquiera hizo falta aguardar dos días o tan solo que le explicaran cual iba a ser su cometido para saber que la había vuelto a pifiar.
Y es que Gustavo, pensando en avanzar, no hacía otra cosa en su vida que retroceder un poco cada vez más.
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